Con la cantidad de stands, pabellones, público y actos culturales, la Feria del Libro es la Feria de la perdición; uno siempre se pierde y es imposible encontrar el camino más corto y rápido para llegar a destino.
“¿Dónde está el pabellón Verde?” preguntaba a quienes la rodeaban Serafina Gutiérrez, que podría haber competido tranquilamente en cualquier torneo de atletismo o carrera de resistencia con el entrenamiento que tuvo en su agitada recorrida por la muestra, en el predio de la Sociedad Rural. La revista Yo recorrió la muestra el sábado a la noche y llegó a la conclusión de que para disfrutar de la exposición hay que estar en buen estado.
Por los pasillos y pabellones de distintos colores (Amarillo, Verde, Azul y otros) transitaba gente de todas las edades. Había uno que tenía como 90: tenía todos los años encima juntos (1, 2, 3… 88, 89…) hasta llegar a 90... Los chicos eran más ágiles y corrían sin destino fijo. Avanzaban velozmente un par de metros hasta que se detenían abruptamente frente a otro visitante. De más está decir que no había semáforos.
En el stand de Paidós un cuidador le reclamaba con mala cara a una señora que se llevaba un libro sin pagar, por lo que la mujer buscaba afanosamente en su bolso la boleta con la que procuraba demostrar que había adquirido ese ejemplar en ese local. Quien esto escribe estaba en la puerta del stand esperando que su cónyuge terminara de consultar las mesas del stand y en su mochila tenía dos o tres libros de su propiedad, que llevaba desde su casa. Por la actitud pasiva, mochila en mano, el vendedor del stand podría haberlo tomado también como sospechoso. Afortunadamente no se le ocurrió pedir que abriera la mochila, ya que de ninguna manera contaba con la factura que acreditaba la compra de los libros. Tampoco tenía las clásicas facturas de panadería con las que podría haber convidado al vendedor para pasar el mal rato eventual.
Mientras los pasillos estaban llenos (la recorrida la hicimos el sábado, cerca de las 20), había sectores en los que el público permanecía tranquilo, en silencio y no molestaba. Eran las salas de conferencias, muchas de las cuales tenías más butacas vacías que ocupadas. Pero había actos netamente culturales que efectivamente habían reunido una multitud y en los que la gente hacía fila. Seguramente habrá que buscar la explicación en la personalidad de los protagonistas. Así, la sala Jorge Luis Borges estaba colmada. Y no era por el célebre escritor y postergado premio Nobel. Allí se presentaba el libro Guillote, de Guillermo Cóppola, una autobiografía que recorre miles de anécdotas sobre su vida, la noche, la cárcel, las mujeres y las drogas. Tal vez la respuesta del público respondía a una nueva modalidad del público para exigirle a la Academia Sueca que tenga en cuenta a los nuevos valores de la literatura argentina a la hora de elegir los candidatos al Nobel de Literatura. El stand de Emecé –el mismo sello que publicó libros de Borges y de Bioy Casares– anunciaba la presencia estelar de Cóppola en el stand para firmar ejemplares.
No todos los visitantes pudieron ver la presencia de Cóppola. Entre muchos otros transitaba con cierta dificultad en los pasillos un visitante ciego, identificado con el clásico bastón blanco, junto con un acompañante. Deambulaba en medio de la multitud, un tanto desorientado. Tal vez andaba en busca de libros en sistema braille, pero son muy pocos los stands que ofrecen ediciones en esa modalidad. No había signos de escritura en relieve. Lo único en relieve era la gente.
No todos caminaban sin destino fijo. Muchos se animaban a largas colas para entrar a los stands y avanzaban paso a paso. Entre un paso y otro, descansaban y tomaban fuerzas. Incluso algunos se sumaban a la fila sin saber si se trataba de la cola para un stand, un sorteo o la parada del colectivo.
Amigos. No se resignen. Quedan dos días para intentarlo de nuevo. Si pierden la oportunidad, tendrán un año entero para prepararse, tomar fuerzas y esperar con paciencia que se largue la Feria del Libro 2010.
Luis D. Sastre